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El amor no es la meta, la meta es Cristo

¿Qué es la caritativa? ¿Qué significa este “aprender a amar” que se propone? ¿Por qué, si está en nuestras posibilidades, no damos más de nosotros mismos en este gesto? La historia de una amiga que busca el significado de las preguntas que tenemos todos.
Sofia Bodean, Santa Fe Argentina

Mi nombre es Sofía Bodean, tengo 21 años y formo parte del CLU de Santa Fe, Argentina. Desde hace un tiempo, dos preguntas me acompañan y reaparecen constantemente. La primera, más profunda y existencial, cuestiona mi identidad: ¿quién soy? ¿Qué me hace valiosa como persona? y, sobre todo, ¿por qué soy querida? Sé que lo soy, pero no lo entiendo completamente.

La segunda pregunta, más específica sobre el gesto de la caritativa: ¿qué significa este “aprender a amar” que se propone? ¿Por qué, si está en nuestras posibilidades, no damos más de nosotros mismos en este gesto?

Para contextualizar, les cuento que la caritativa que realizamos con el CLU una vez al mes aquí en Santa Fe consiste en visitar un hospital de la ciudad. Allí, acompañamos a las monjitas que viven en el lugar, y lo que hacemos es simple: conversar unos minutos con quienes lo deseen y rezar con ellos si así lo desean. Debo decir que este gesto, aún siendo el primero que me llamó la atención dentro de las propuestas del movimiento, me resulta profundamente misterioso, ya que no existe en ningún otro lugar de la misma manera, y aunque no lo comprendo completamente, es el que más me interpela, llama y ayuda.

La semana previa a la última caritativa fue inexplicablemente difícil. No por una sobrecarga de actividades, sino porque me costaba vivir cada día como una unidad, perdiéndome frecuentemente; y no es porque las cosas me estuvieran saliendo mal, es más, muchas de mis preocupaciones cotidianas se estaban resolviendo, pero no bastaba para acallar esa insatisfacción. Esperaba con ansias la caritativa del sábado, creyendo que me ayudaría a entender lo que me estaba pasando. Llegado el sábado, al despertarme sentí que no quería ir. Era lo último que deseaba; quería quedarme en casa, sola, disfrutando de un tiempo de ocio después de una semana difícil, en pocas palabras, quería no hacer nada. Pero algo en mi interior me decía que faltar a la caritativa no me ayudaría a encontrarme, que sería un "menos" para mí. Aún con esa convicción, no encontraba la fuerza para prepararme y salir.

Hace un tiempo venía creciendo una amistad sincera y bella con una amiga del CLU de otra provincia. Esa misma mañana, en un mensaje algo desesperado, le dije: “No tengo ganas de ir a la caritativa, ayuda”. Su respuesta, para mi sorpresa, no consistió en una simplificación del asunto, en un vano y ligero “andá Sofi, te va a hacer bien”, sino que me invitó a reflexionar con varias preguntas: ¿por qué había ido a las caritativas anteriores? ¿Qué había encontrado allí?

Finalmente, decidí ir a pesar de aún no estar convencida. Fui sin ganas, sin la alegría habitual en el camino al hospital. Ir de esta manera resultó en un pedido imperativo por encontrar algo: “Señor, por favor, déjame verte acá hoy, que este tiempo no sea tiempo perdido”. A su vez, a diferencia de veces anteriores, esto ponía sobre la mesa el hecho de que la necesidad era propia; no iba a donar, a dar algo a los enfermos del hospital, porque podía reconocerme yo misma pobre, despojada de algo que dar. Esta vez, yo fui quien necesitaba verme amada, y esta necesidad permitía que no fuera un gesto altruista sino humilde, de reconocerme hecha por Cristo. Y si yo, por mí misma, no podía poner nada, estaba claro que lo que sucediera en el encuentro con cada persona, no podía ser obra propia sino de Otro.

Hablando con cada persona en traumatología de mujeres, y con las amigas que me acompañaron, me sentí mirada con infinita e inexplicable ternura. Aun conociéndome hace 2/3 minutos, pude tener la certeza de ser querida y mirada mucho más allá del sentimiento de propia insuficiencia.

Estos hechos se vuelven una invitación y un deseo de aprender a amar y mirar con ternura a quien se me pone enfrente, pero también aprender a amarme a mí con la misma ternura, sin pensar que debe haber motivos específicos para ser querida. Salir de mí misma, de mi encierro y mis pensamientos me lleva a conocerme más en el encuentro con Cristo; un Cristo que no es abstracto ni lejano, sino uno que encuentro todos los días en mis amigos, en quienes me acompañan y quieren tanto como en aquellos que siquiera conozco. Este enorme deseo de amor no es más que un regalo para mi vida, que quiero reencontrar diariamente, y no solo el día del mes que voy a caritativa. Y por otro lado, me resulta evidente la importancia de llevar con sinceridad mis preguntas y dudas a una compañía, sin alejarme cuando se vuelven más presentes e intensas. Si he encontrado un lugar donde soy querida tal como soy, donde se me acompaña completamente, invitándome a crecer y madurar, en la búsqueda de mi verdadera felicidad, qué mejor que ponerlo todo sin vergüenza ni pudor de contar quién soy. Ya soy querida, y no son necesarios motivos más allá de nuestra unidad en Cristo, y nuestro deseo en común de vivir una vida acorde a las exigencias de nuestros corazones. “El amor no es la meta, la meta es Cristo”.