Julián Carrón: «Solo con la frescura del origen»
Julián Carrón, presidente de la Fraternidad de Comunión y Liberación, presenta estos días en Madrid La belleza desarmada (Ediciones Encuentro), un libro en el que se sintetiza su modo de ver el mundo actual. Conversamos con Carrón buscando los puentes de esta última obra, escrita en Italia, con la situación de nuestro país.
A menudo utiliza una expresión del Papa Francisco: este tiempo no es una “época de cambios sino un cambio de época”. ¿En qué consiste ese cambio de época?
Ese cambio de época no es un cambio cualquiera. En los últimos siglos ha habido cambios que han afectado profundamente a la vida de todos, por ejemplo la Revolución Industrial. Pero, a pesar de esos cambios, el contenido fundamental de la convivencia, lo que sostenía la trama de la relación entre las personas dentro la sociedad, permanecía. El problema es que ahora se han derrumbado las bases fundamentales de la convivencia. Prueba de ello es la dificultad que tenemos de entrar en relación con los otros, de ponernos de acuerdo. En España lo vemos claramente por lo que ha sucedido con el Gobierno. En Europa vemos levantarse, de nuevo, muros. Todo esto, ¿qué significa? Esta es la pregunta que tenemos que hacernos para poder entender por qué el Papa habla de cambio de época.
En el libro habla de la necesidad de reconocer al otro como un bien. Llega a decir que el otro es un bien, incluso en política. Se nota que usted es español porque la historia reciente de España, con la excepción de la Transición, ha sido una historia donde a menudo hemos estado metidos en las trincheras. Y a medida que avanza la globalización nos sentimos más inseguros y siempre buscamos el chivo expiatorio en el otro ¿Cómo se sale de esta dinámica?
Se sale, me parece, observando lo que ya hemos tenido, reconociendo nuestra historia. Cuando nosotros hemos considerado al otro como el enemigo a batir o eliminar, hemos creado más líos de los que hemos resuelto. Hay algo en nuestro modo de relacionarnos con el otro que quizá no es adecuado. En algunos momentos luminosos, como en la Transición, hemos visto que abrirnos a la posibilidad del otro y a crear un espacio en el ámbito común no solo no es una desgracia sino la única posibilidad de vivir juntos. A lo mejor es un poco más lento de lo que algunos querrían, pero sin crear una trama de relaciones en las que cada uno pueda encontrarse como en casa, será difícil que podamos crecer. Todos tenemos una experiencia elemental de que el otro es un bien. Cuando un padre tiene un hijo, cuando uno se enamora, cuando uno encuentra a una persona que es significativa para su vida tiene esa experiencia. El otro no es por definición un adversario, un enemigo, es alguien que me hace crecer. Si nosotros no descubrimos esto - aun con el que parece que tiene rasgos que no me convencen del todo-, si no descubrimos aquello que nos puede unir, será difícil generar los vínculos que nos permitan vivir juntos.
Usted es cristiano, pero en el libro hay una permanente referencia a la sociedad plural, a la necesidad del diálogo con los no cristianos, con los no creyentes. ¿Por qué este deseo, esta tensión permanente a encontrarse con los que no comparten su fe?
Sencillamente porque me parece que este es el mundo en el que vivimos. El otro mundo, un mundo más homogéneo, en el que yo por ejemplo nací, ya es historia. Yo veo a chicos por ejemplo que van a estudiar a inglés a Estados Unidos o Inglaterra que inmediatamente se sumergen en un mundo multicultural. Las riadas de inmigrantes que llegan nos ponen en una situación como la de estos chicos. Estamos ya en una sociedad plural.
No es una cuestión de intención.
Exacto. Es un hecho. Entonces, o entramos en relación con los demás para enriquecernos, para descubrir lo que nos pueden aportar y lo que nosotros podemos aportarles a ellos o nos quedamos encerrados. El otro es verdaderamente un bien, no teóricamente, no como una fórmula que hay que repetir, sino como algo que hay que descubrir. Y cuando uno lo descubre en las relaciones normales, se ensancha el círculo.
Cuando usted describe las deficiencias de cierto catolicismo del siglo XIX y XX, habla de un catolicismo reducido a moral, a pelagianismo, a apretar los dientes. Es un catolicismo reducido a doctrina, a nociones. No sé si cuando escribió esto estaba usted pensando en la historia reciente de España. ¿Cuál es la alternativa a ese catolicismo?
Ese catolicismo es un catolicismo que necesita repensarse para poder recuperar la frescura del origen. Lo que se encontraron los primeros que encontraron a Jesús no fue simplemente una serie de nociones, o una ética. Lo que llamaba la atención es una novedad divina, una frescura, una intensidad de vida. El Evangelio lo dice con una frase sintética: “nunca hemos visto una cosa igual”. Era así al principio: había intensidad de vida y capacidad de estar en la realidad con disposición de entrar en relación con los otros, con los que la sociedad de aquel tiempo consideraba excluidos. Pensemos en la relación de Jesús con los publicanos. Cuando Jesús entra en casa de Zaqueo todos se escandalizan. ¿Cómo es posible que uno pueda afirmar al otro de esta forma, aun considerando que está en el error? ¿Cómo puede abrazar a los enfermos o puede entrar en relación con los fariseos desafiándolos? El de Jesús es un modo de estar en la realidad que nosotros tenemos que recuperar, porque en un mundo plural como aquel Jesús introduce una novedad por la que se interesan todos. Si el cristianismo hoy no es esta presencia original que puede dar una respuesta a nuestro modo de estar en la realidad, de ir a trabajar, de relacionarnos con los hijos, de relacionarnos dentro del matrimonio, con la familia, con los amigos, no será percibido como algo útil para vivir.
¿Esa es la belleza desarmada?
Esta es la belleza desarmada. La belleza no necesita ningún arma externa a la belleza misma. La belleza de unas montañas estupendas no necesita ninguna otra arma que su propio atractivo. Un gesto gratuito de amor a otro no necesita ningún arma para imponerse. Un gesto de amistad, lo mismo. La belleza, decía santo Tomás, es el resplandor de la verdad. Y el resplandor, como la luz, no necesita otra potencia que la potencia de la verdad misma. Y en un momento en que no hay otra forma de comunicar la verdad que no sea a través de la libertad - porque nadie acepta hoy que se le imponga ninguna verdad por encima de su libertad- esta belleza es lo única que puede desafiar la razón.
Esto última cuestión aparece insistentemente en el libro: a la verdad solo se puede llegar por medio de la libertad. El Concilio Vaticano II, hace ya cincuenta años, lo dejó claro. ¿Por qué cree usted conveniente volver a insistir en esta cuestión? ¿Acaso es que no lo hemos asimilado?
Porque hoy todos reconocemos la libertad como lo más querido. Es un rasgo de nuestro tiempo, del modo en que nos percibimos a nosotros mismos. Nadie aceptaría hoy una verdad que se le impusiera sobre su libertad. El cristianismo hoy, como cualquier otra cosa, no puede ser mostrado, no puede ser propuesto si no es propuesto a la razón y a la libertad del hombre. Cualquier propuesta hoy tiene que medirse con la razón y la libertad del hombre. Sin tener en cuenta este aspecto, el cristianismo no tiene nada que hacer. Se muestra débil, como si no tuviera suficiente atractivo por sí mismo y hubiera que meterlo con calzador.